Debo confesar que las primeras ocasiones en que vi a César Olivares merodear por los vetustos y malolientes recintos de la Facultad de Educación y Ciencias de la Comunicación de la Universidad Nacional de Trujillo, no imaginaba que era poeta. Con su ligera melena y su ligero bigotito tenía un look parecido al del entonces futbolista aliancista Frank Ruiz. No pasó sin embargo mucho tiempo para que lo viera mandarse con tremendos textos en las célebres veladas poéticas realizadas en el Teatrín de Humanidades de la facultad, donde, en medio de una atmósfera lúgubre y casi dark debido a las velas y al recinto en sí, el buen Pibe –como se le conocía en la U a Olivares– destellaba con versos desgarrados de estudiante que escribe desde el último asiento del micro, con el ladrido de los perros chuscos como música de fondo. Eran, no obstante ello, poemas bruñidos con talento y esmero los que leía en esos recitales.
Tuvieron que pasar unos diez años para afianzar la amistad con César Olivares. Cuando él ya se había convertido en un ejemplar docente de Lengua y Literatura y en un poeta que celebraba sus últimos días como inédito. Fue así, con los codos empinados sobre una mesa de un bar de la impredecible avenida 28 de Julio, y en compañía del entrañable (peso pesado) Jorge Tume, que el Pibe me hizo el desafío:
–Estoy dispuesto a quitarte la chamba.
Era, desde luego, un “eufemismo”. Lo que en otras palabras me decía el poeta era que quería incursionar en la prensa, y más precisamente en la escrita (sí, ya sé que es redundante decir prensa escrita). Quería, en definitiva, ser también un escritor de periódicos.
–Voy a joderte, compare –insistía el Pibe.
Y fue así que empezó todo. Toda la historia de este libro, es decir. A César Olivares siempre le inquietó el toqueteo con la prosa. De hecho, ha escrito y publicado excelentes poemas en prosa. Pero también se ha sentido reiteradamente seducido por ese género del periodismo que lo ejercen con maestría los literatos: la crónica. Es que Olivares, como tantos otros poetas de polendas (pienso en alguien de por aquí nomás cerca: Toño Cisneros; o en alguien de por allá, más lejos: Victoriano Cremer), ven a la crónica del mismo modo en que ese hombre casado ve a la deslumbrante mujer que no olvidará jamás y por la que jamás tampoco dejará a su esposa con la que se matrimonió.
Dígamoslo con todas sus letras: los poetas que hacen periodismo ejercen la más cínica bigamia. Claro que, al igual que en otros casos, sólo la practican aquellos que son capaces de darse abasto para estos dos amores, quienes logran complacer tanto a una como a otra. El que puede, puede.
Y César Olivares sí puede. Al César lo que es del César. Personalmente me enorgullezco de haber ayudado a incluirlo como columnista semanal del diario “Correo”, edición Trujillo. Allí, donde algunos nos hemos abocado con narices y todo (por eso del olfato periodístico, claro está) a la persecución de la noticia impactante del día, a la corruptela que hay que destapar, al internamiento de retinas sobre amarillentos documentos que han de revelar alguna verdad oculta por los poderosos, entre otras minucias que pueden ayudar un poquito a limpiar la política pero que jamás trascenderán la vida misma; allí precisamente, donde el desencanto es telón de fondo, es vital una prosa como la de Olivares. El poeta siempre va a estar por encima de lo cotidiano, o en todo caso, va a darle una mirada a esta cotidianeidad desde su privilegiado lugar de testigo de su tiempo, para decirlo en palabras de Sábato.
Durante los últimos meses Olivares ha logrado así oxigenar semana a semana, sábado tras sábado (que es el día en que sale publicada su columna “Jeremiadas” en el diario “Correo”) la monótona mediocridad a la que –admitámoslo– está sometida el diarismo, máxime en estos tiempos en que la prensa ha perdido el respeto por la palabra escrita.
Este respeto –como dice Kapuczinsky– se perdió precisamente cuando el periodismo se hizo más “técnico” y se divorció de la literatura. Cuando el periodismo perdió a sus mejores plumas para reclutar a periodistas egresados de las facultades de ciencias de la comunicación en donde les inculcaron que manejar una cámara o aplicar cierta teoría de la comunicación era lo importante a la hora de hacer prensa. Nada que ver: el buen periodismo siempre se nutrió de literatura. Y a veces también viceversa.
El libro Jeremiadas (Ornitorrinco, 2009) es una perfecta muestra de cómo la literatura puede salvar a un diario o a periódico de su condición de efímero. César Olivares reúne aquí veintiún crónicas que tienen la virtud de refutar con sólidos argumentos esa sentencia de Héctor Lavoe cuando canta “Y para qué leer un periódico de ayer”. En estos textos breves, concisos pero embellecidos como los más bellos poemas escritos por este vate trujillano, discurre el testimonio de un hombre que siente, ama, odia, tiembla, lee, desea, bebe, escribe y vuelve a escribir. Con títulos tan sugerentes como “Tuve miedo y me regresé de la locura”, “La belleza del oso”, “César Vallejo, te odio con ternura”, “Y cómo es contigo”, “Un parcito nomás y nos vamos”, “El neonazi andino”, entre otros, Olivares nos devuelve la más refinada ironía, la burla elegante que hace de sí mismo y también de su entorno, así como su serio compromiso con las letras, que son, al fin y al cabo, su razón de ser. Prueba de esto último son las sinceras palabras dedicadas a la desparición de los escritores Alejandro Romualdo y Mario Benedetti. Tampoco deja de hacerse presente, desde luego, el testimonio del escritor y del poeta ante esas cuestiones simples y trascendentales de esta vida.
Tuvieron que pasar unos diez años para afianzar la amistad con César Olivares. Cuando él ya se había convertido en un ejemplar docente de Lengua y Literatura y en un poeta que celebraba sus últimos días como inédito. Fue así, con los codos empinados sobre una mesa de un bar de la impredecible avenida 28 de Julio, y en compañía del entrañable (peso pesado) Jorge Tume, que el Pibe me hizo el desafío:
–Estoy dispuesto a quitarte la chamba.
Era, desde luego, un “eufemismo”. Lo que en otras palabras me decía el poeta era que quería incursionar en la prensa, y más precisamente en la escrita (sí, ya sé que es redundante decir prensa escrita). Quería, en definitiva, ser también un escritor de periódicos.
–Voy a joderte, compare –insistía el Pibe.
Y fue así que empezó todo. Toda la historia de este libro, es decir. A César Olivares siempre le inquietó el toqueteo con la prosa. De hecho, ha escrito y publicado excelentes poemas en prosa. Pero también se ha sentido reiteradamente seducido por ese género del periodismo que lo ejercen con maestría los literatos: la crónica. Es que Olivares, como tantos otros poetas de polendas (pienso en alguien de por aquí nomás cerca: Toño Cisneros; o en alguien de por allá, más lejos: Victoriano Cremer), ven a la crónica del mismo modo en que ese hombre casado ve a la deslumbrante mujer que no olvidará jamás y por la que jamás tampoco dejará a su esposa con la que se matrimonió.
Dígamoslo con todas sus letras: los poetas que hacen periodismo ejercen la más cínica bigamia. Claro que, al igual que en otros casos, sólo la practican aquellos que son capaces de darse abasto para estos dos amores, quienes logran complacer tanto a una como a otra. El que puede, puede.
Y César Olivares sí puede. Al César lo que es del César. Personalmente me enorgullezco de haber ayudado a incluirlo como columnista semanal del diario “Correo”, edición Trujillo. Allí, donde algunos nos hemos abocado con narices y todo (por eso del olfato periodístico, claro está) a la persecución de la noticia impactante del día, a la corruptela que hay que destapar, al internamiento de retinas sobre amarillentos documentos que han de revelar alguna verdad oculta por los poderosos, entre otras minucias que pueden ayudar un poquito a limpiar la política pero que jamás trascenderán la vida misma; allí precisamente, donde el desencanto es telón de fondo, es vital una prosa como la de Olivares. El poeta siempre va a estar por encima de lo cotidiano, o en todo caso, va a darle una mirada a esta cotidianeidad desde su privilegiado lugar de testigo de su tiempo, para decirlo en palabras de Sábato.
Durante los últimos meses Olivares ha logrado así oxigenar semana a semana, sábado tras sábado (que es el día en que sale publicada su columna “Jeremiadas” en el diario “Correo”) la monótona mediocridad a la que –admitámoslo– está sometida el diarismo, máxime en estos tiempos en que la prensa ha perdido el respeto por la palabra escrita.
Este respeto –como dice Kapuczinsky– se perdió precisamente cuando el periodismo se hizo más “técnico” y se divorció de la literatura. Cuando el periodismo perdió a sus mejores plumas para reclutar a periodistas egresados de las facultades de ciencias de la comunicación en donde les inculcaron que manejar una cámara o aplicar cierta teoría de la comunicación era lo importante a la hora de hacer prensa. Nada que ver: el buen periodismo siempre se nutrió de literatura. Y a veces también viceversa.
El libro Jeremiadas (Ornitorrinco, 2009) es una perfecta muestra de cómo la literatura puede salvar a un diario o a periódico de su condición de efímero. César Olivares reúne aquí veintiún crónicas que tienen la virtud de refutar con sólidos argumentos esa sentencia de Héctor Lavoe cuando canta “Y para qué leer un periódico de ayer”. En estos textos breves, concisos pero embellecidos como los más bellos poemas escritos por este vate trujillano, discurre el testimonio de un hombre que siente, ama, odia, tiembla, lee, desea, bebe, escribe y vuelve a escribir. Con títulos tan sugerentes como “Tuve miedo y me regresé de la locura”, “La belleza del oso”, “César Vallejo, te odio con ternura”, “Y cómo es contigo”, “Un parcito nomás y nos vamos”, “El neonazi andino”, entre otros, Olivares nos devuelve la más refinada ironía, la burla elegante que hace de sí mismo y también de su entorno, así como su serio compromiso con las letras, que son, al fin y al cabo, su razón de ser. Prueba de esto último son las sinceras palabras dedicadas a la desparición de los escritores Alejandro Romualdo y Mario Benedetti. Tampoco deja de hacerse presente, desde luego, el testimonio del escritor y del poeta ante esas cuestiones simples y trascendentales de esta vida.
César Olivares ha abierto, con “Jeremiadas”, una nueva puerta como escritor. No me ha quitado la chamba, es cierto, porque para buena o mala suerte él ya tiene un espacio ganado en la docencia y yo en la prensa. Pero sí se ha birlado algo más valioso aún: un creciente número de lectores y admiradores que ahora esperan cada texto suyo como si de un maná se tratara.
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