El pretexto de abarcar el sueño/espejismo como metáfora de lo imposible, evasión y búsqueda no es nuevo en la poesía contemporánea. Desde Borges hasta ciertas referencias de Octavio Paz, ya la vigilia ha sido un acto de conciencia insoportable. El poemario Sin camino ni espejo (Ornitorrinco, 2009), de Víctor Guillén, acude a varios registros que intentan atrapar lo racional y envolverlo en la caparazón de un lirismo sui generis, lleno de opacidades y silencios, que transitan desde la territorialidad de lo intangible hasta la fractura de lo temporal.
No es gratuito que el poemario refiera continuamente signos que revelan el tiempo: minuto, hora, acabamiento hasta el juego de palabras que hurgan más allá la contemplación que termina en la nada. En un poema expresa: “Fui de un mañana / seré de un pasado / hoy sin mañana ni pasado / en que dejo mi habitación”, o también dice: “Desde mi sillón espero / el tiempo desligado de la carne”. Estos matices recorren el poemario en un proceso erosionado que se estrella contra los espejos de lo acabado. El yo lírico desde ese “sillón” (continuamente reiterado) que es lo real, asume desde un ojo avizor la fragilidad, lo sensible, y en este caos retiene las opacidades de un tiempo incuestionable que solo acaba en desolación. El primer poema retiene en gran parte la síntesis del libro y expresa los siguientes versos: “No nos reconocemos sino cuando / callamos como un trombón enfermo (…) de todo lo que dejo atrás / y en lo que es a perpetuidad / desde el ojo abierto y contemplador”. La mención además al trombón (10 veces en el libro) refiere la evasión como respuesta a la nada, al deterioro. El lenguaje del poemario presenta un universo fragmentado, escenas desrealizadas que el yo lírico capitaliza en una búsqueda incesante de a armonía.
¿Cómo se explica esta noción opositiva y qué relación existe entre las palabras que designan un mundo des-realizado y el yo lírico? Creemos que el yo lírico se regodea en una subjetividad que elimina toda referencia a lo externo, tomado éste en función pragmática. El lenguaje está absolutamente despragmatizado y tiene una autorreferencialidad que celebra su propia búsqueda irracional del infinito. Las imágenes siguen un orden ascendente y descendente, a veces caótica, que sugiere una dialéctica u ósmosis ininterrumpida: elipsis de un vértigo que solo corresponde a la órbita de lo no vivido y lo imposible. Entre la corporalidad (camino) que será el signo de lo real que calcina los últimos escombros referidos al sillón, el cuerpo (temporalidad), y el espejo (signo subyacente de irracional), hay un puente que comunica las pulsaciones en un festín de versos retóricos, que se encabalgan frenéticos, plenos de anticonceptos, huidas sin retorno, carcomidos por el signo de lo fugaz.
El poemario Sin camino ni espejo celebra desde el lirismo fraccionado por el reflejo de lo racional, la huella borrada del espejo: la ausencia, la nada y el silencio. Es una eterna sublimación de la palabra que no tiene nada de transmental como decían los formalistas rusos, sino que construye un discurso poético contemporáneo, anclado en los límites de las luces y las sombras.
No es gratuito que el poemario refiera continuamente signos que revelan el tiempo: minuto, hora, acabamiento hasta el juego de palabras que hurgan más allá la contemplación que termina en la nada. En un poema expresa: “Fui de un mañana / seré de un pasado / hoy sin mañana ni pasado / en que dejo mi habitación”, o también dice: “Desde mi sillón espero / el tiempo desligado de la carne”. Estos matices recorren el poemario en un proceso erosionado que se estrella contra los espejos de lo acabado. El yo lírico desde ese “sillón” (continuamente reiterado) que es lo real, asume desde un ojo avizor la fragilidad, lo sensible, y en este caos retiene las opacidades de un tiempo incuestionable que solo acaba en desolación. El primer poema retiene en gran parte la síntesis del libro y expresa los siguientes versos: “No nos reconocemos sino cuando / callamos como un trombón enfermo (…) de todo lo que dejo atrás / y en lo que es a perpetuidad / desde el ojo abierto y contemplador”. La mención además al trombón (10 veces en el libro) refiere la evasión como respuesta a la nada, al deterioro. El lenguaje del poemario presenta un universo fragmentado, escenas desrealizadas que el yo lírico capitaliza en una búsqueda incesante de a armonía.
¿Cómo se explica esta noción opositiva y qué relación existe entre las palabras que designan un mundo des-realizado y el yo lírico? Creemos que el yo lírico se regodea en una subjetividad que elimina toda referencia a lo externo, tomado éste en función pragmática. El lenguaje está absolutamente despragmatizado y tiene una autorreferencialidad que celebra su propia búsqueda irracional del infinito. Las imágenes siguen un orden ascendente y descendente, a veces caótica, que sugiere una dialéctica u ósmosis ininterrumpida: elipsis de un vértigo que solo corresponde a la órbita de lo no vivido y lo imposible. Entre la corporalidad (camino) que será el signo de lo real que calcina los últimos escombros referidos al sillón, el cuerpo (temporalidad), y el espejo (signo subyacente de irracional), hay un puente que comunica las pulsaciones en un festín de versos retóricos, que se encabalgan frenéticos, plenos de anticonceptos, huidas sin retorno, carcomidos por el signo de lo fugaz.
El poemario Sin camino ni espejo celebra desde el lirismo fraccionado por el reflejo de lo racional, la huella borrada del espejo: la ausencia, la nada y el silencio. Es una eterna sublimación de la palabra que no tiene nada de transmental como decían los formalistas rusos, sino que construye un discurso poético contemporáneo, anclado en los límites de las luces y las sombras.
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