Richie Lacra vuelve con el estilete y la escafandra. Esta vez me encarga escribir un artículo sobre Eutanasia el grupo de rock subterráneo emblemático de mediados de los ochentas. Richie, siempre presuroso, me dice que sólo tengo un par de días para cumplir con el encargo. Le digo que me dé un día más. Hace tiempo que no escucho nada de Eutanasia, hay que volver a poner el disco Sentimiento de Agitación, revisar algunas entrevistas (sobre todo las últimas que versan sobre la reunificación y el nuevo lanzamiento de un Eutanasia recargado y, al parecer, con proyección planetaria, mundo et orbis), confrontar algunas opiniones y datos necesarios aparte de eso tengo muchos problemas que resolver (problemas domésticos que nada importan cuando hay que echar a andar la carroza o el carromato de la literatura, claro está. Eso es lo que piensa mi amigo y debo pensarlo yo también). Richie, nerviosante y con el desespero de parturiento, me dice que el fanzine ya está por salir y que sólo falta mi artículo y que ya todo está diagramado y que dejaran un hueco para ser llenado por mi ensayículo o lo que salga de mi creatio, lo que pueda vomitar a la fuerza sobre el papel. Pero cuando me hablan de agujero, de algún hueco, hoyo, buzón, etc., en vez de tener una imagen sublime del eros, lo que se me viene a la cabeza es un nicho, una elucubración tanática: una calavera con un lapicero obligándome a trazar mi propio epitafio. Horror vacui. Horror sine qua nom.
Le escribo a Richie y le pido paciencia. La calma del guerrero ante la noche sombría. Mientras reflexiono y aguzo los recuerdos, se me viene a la mente aquella vez en que conversé con ellos, Los Eutanasia, en la Plaza Italia de Lima, Barrios Altos, barrio de gente pendeja y avezada: yo aún estaba en el colegio y me gustaba el rock fuerte que veía en Disco Club del viejo Gerardo Manuel; también me gustaba los aullidos y gruñidos de esos jovenzuelos con pelos parados, mohicanos de colores, abrojos e imperdibles, que renegaban del sistema y mostraban el puño con marrocas. Un amigo del colegio me había facilitado algunos cassettes que escuchaba a hurtadillas cuando no había nadie en casa o la hora del recreo en una grabadora grande que no rebobinaba ni a la derecha ni a la izquierda (había que hacerlo con un lapicero), y que era de un amigo al que le gustaba la salsa; peor para nosotros. “Qué es esa huevada” renegaba nuestro cómplice salsero, “cómo pueden escuchar esa cosa si sólo los insulta y dice que somos ratas. No, no puede ser. De repente son terroristas y nos van a joder a todos”. En realidad no era de extrañar este tipo de opiniones. En aquellas épocas en que el imbécil de Belaúnde había dicho que los senderistas eran abigeos, decir que los subtes eran terroristas era, siguiendo el natural razonamiento, lo más obvio. Sin embargo, los periódicos amarillentos de la época se encargarían de ubicar a los subtes al lado de los vándalos y de gente de mal vivir. Y, a pesar de todo y contra todo, los conciertos se sucedían unos a otros. Aparecían, también, nuevas bandas, nuevas horneadas de rockeros se apoderaban de las esquinas y lo que parecía condenado a la no difusión, al hermetismo obligado por la mordaza del mercado, se vio de pronto ocupando primeras planas y lanzados a la preocupación mediática con los movimientos peristálticos y eructos del consumo. Felizmente el bocado, como tenía que ser, fue amargo.
Le escribo a Richie y le pido paciencia. La calma del guerrero ante la noche sombría. Mientras reflexiono y aguzo los recuerdos, se me viene a la mente aquella vez en que conversé con ellos, Los Eutanasia, en la Plaza Italia de Lima, Barrios Altos, barrio de gente pendeja y avezada: yo aún estaba en el colegio y me gustaba el rock fuerte que veía en Disco Club del viejo Gerardo Manuel; también me gustaba los aullidos y gruñidos de esos jovenzuelos con pelos parados, mohicanos de colores, abrojos e imperdibles, que renegaban del sistema y mostraban el puño con marrocas. Un amigo del colegio me había facilitado algunos cassettes que escuchaba a hurtadillas cuando no había nadie en casa o la hora del recreo en una grabadora grande que no rebobinaba ni a la derecha ni a la izquierda (había que hacerlo con un lapicero), y que era de un amigo al que le gustaba la salsa; peor para nosotros. “Qué es esa huevada” renegaba nuestro cómplice salsero, “cómo pueden escuchar esa cosa si sólo los insulta y dice que somos ratas. No, no puede ser. De repente son terroristas y nos van a joder a todos”. En realidad no era de extrañar este tipo de opiniones. En aquellas épocas en que el imbécil de Belaúnde había dicho que los senderistas eran abigeos, decir que los subtes eran terroristas era, siguiendo el natural razonamiento, lo más obvio. Sin embargo, los periódicos amarillentos de la época se encargarían de ubicar a los subtes al lado de los vándalos y de gente de mal vivir. Y, a pesar de todo y contra todo, los conciertos se sucedían unos a otros. Aparecían, también, nuevas bandas, nuevas horneadas de rockeros se apoderaban de las esquinas y lo que parecía condenado a la no difusión, al hermetismo obligado por la mordaza del mercado, se vio de pronto ocupando primeras planas y lanzados a la preocupación mediática con los movimientos peristálticos y eructos del consumo. Felizmente el bocado, como tenía que ser, fue amargo.
En aquellas épocas, los sonidos estridentes me convencían más que las clases de cualquier profesor. Recuerdo, los conciertos de 1986 y los de 1987 en la No Helden del jirón Chincha y la avenida Wilson. Eran tiempos difíciles para el país que se encontraba fragmentado. La llamada lucha armada del PCP-SL había dividido a nuestra nación. El viejo Estado se derrumbaba a pedazos. 2 millones de personas lograron salir al extranjero poniéndose a buen recaudo. Los coche bombas, los apagones y las balaceras eran la nota natural sobre el que se sentían los arpegios de un sonido que no tenía cómo traducirse. Un periodista dijo que “la humilde dinamita es la voz de las masas oprimidas”. Un militar expectoró: “el mejor terrorista es el terrorista muerto”. La lucha sería casa por casa. Los cuarteles se convertirían en cementerios clandestinos. Los jóvenes rockeros tratarían de subsistir ante esta lucha de dos líneas que no los incluía y cuyas esquirlas ya empezaba a cobrar sus primeras víctimas subterráneas: varios miembros de “Polución Nocturna” fueron encarcelados y murieron en una de las matanzas de penales (no las de 1986); otro miembro de Sociedad de Mierda moría frente a un muro haciendo unas pintas en disconformidad con este sistema miserable. Los subtes tendrían que ser fuertes. La voz, apagada por el estruendo de la metralla, tendría que desentonar y hacerse gutural, tenía que chillar, casi como un grito de dolor, rabia e impotencia. Las guitarras tendrían que disparar balas de acordes, no había tiempo para los punteos o para la catarsis y desfogue propio de los virtuosos. En suma de cuentas la música subterránea tenía que ser fea porque traducía la realidad que la superaba en horripilancia y se mostraba de forma grotesca y desopilante. Afuera y adentro de los conciertos unos jóvenes con chalina repartían volantes instando a la lucha armada y a plegarse al Movimiento de Artistas Populares quienes aseguraban darle una visión adecuada a la música y a todo el rollo contracultural. Pero bregar contra la corriente y dar la contra siempre fueron características de los subtes.
Por ello, los conciertos autogestionados, autoproducidos, eran un fiel reflejo de lo que pasaba en el país. Después de las tocadas, en las calles, las hordas se agarraban a cadenazos. Incluso dentro de la corriente subterránea (y trataremos de no incluir a los metaleros por razones estrictamente estéticas) habían divisiones insalvables, se hablaba de los pitupunks, los que se disfrazaban con púas y cadenas para los conciertos; sus padres o apoderados los esperaban para recogerlos de los conciertos. Algunos traían a sus choferes. Los verdaderos punks, herederos de Sid Vicius, subtes de chinches con corte erizo, pantalones chupetes y casacas de obreros, los rechazaban y castigaban cuando podían. Los primeros (hijos de los patrones, profesionistas y sectores emergentes) que contaban con mejores recursos económicos trataron de diferenciarse de los segundos (hijos del ambulantado, de los ciudadanos de a pie y, también, de las empleadas domésticas) y empezaban a llamarse hardcorianos. Aparecieron movidas de skiners o skinheads, y algunos hablaban de neofascistas, otros simplemente declaraban su solidaridad de clase y asociaban a los skins con movimientos libertarios. El hueco de Santa Beatriz fue un espacio que se prestó para el diálogo y discusión, lo mismo que la “jato hardcore” de Barranco, salvando las distancias. De vez en cuando aparecían rockeros con lineamientos políticos o politizantes. Las conversas se extendían por horas. Una música ligada a las convicciones de un partido político no eran muy bien vista por los jóvenes rockeros que sentían que la guitarra era un arma y que la batería un tanque. Las banderas negras con la “A” de la anarquía empezaban a flamear en las puertas de la universidad Villarreal en La Colmena. Había mucha rabia contenida, mucha ira, impotencia y ganas de cambiar lo establecido. Las letras de las canciones traducían una época difícil.
En junio de 1986 ocurrió la matanza de los penales. En 1986 apareció Eutanasia, cuyo significado exacto era/es abreviar el dolor ante la muerte inminente. No había mejor título para una banda de rock que quería expresar su época y su tiempo en el sentido kantiano. Y es que la muerte era el único lugar seguro al que uno podía llegar sin hacerse problemas, sólo había que dejarse llevar o levantar por alguna “leva” o “batida” que era como se conocía a la captación espontánea de miembros para las FFAA. Entonces te rapaban, te entregaban un uniforme verde olivo, un par de chancabuques disparejos y te mandaban a zonas de emergencia a “luchar por la patria”, una patria que sólo te había dado dolor, frustración, y ahora te mandaba directamente al moridero como carne de cañón, como los esclavos romanos que iban adelante a morir por el César mientras la guardia pretoriana defendía desde atrás. En esta difícil situación no había espacio para el arte, o en todo caso el arte tenía que ser el reflejo tangencial de la sangre que brotaba a borbotones por todos lados.
Mientras tanto, mientras todo se venía abajo en caída libre, lo mejor era estar alcoholizado o drogado para no sentir o para sentir menos. Aunque la lucidez no necesitó de psicotrópicos para decir lo que tenía que decir ante un sistema decadente y caduco que sólo veía (y ve) en los jóvenes a la mano de obra y a los cachacos que necesita para sostener el orden imperante.
Sentimiento de Agitación fue una maqueta con 13 canciones. Quizás “Ratas Callejeras” sea su mejor single. Aquí la fuerza guitarrera con la batería en pared se unen a una voz que arenga a las ratas a luchar, a joder, a roer. Pero no podemos pasar por alto el intro, declamado a voz en cuello por nuestro exigente Richie Lacra quien con chaira mano tasajea y despedaza al orden establecido porque antes de la acción es necesario la arenga como los antiguos guerreros que esperaban el desenlace final.
Eutanasia ha sido bastión y parapeto de Nico, Pepe Asfixia, Auxilio, Denis, El Chino Henry, Hoover, Mario Tifoidea y hasta Rafo Ráez. Hoy chequeo por ahí una entrevista que dice que Eutanasia regresa con todo. Se anuncian conciertos en Argentina, Brasil, Chile, España, Inglaterra, etc. Sólo me queda desearles otros 19 ó 20 años más, muchos años más de esa buena música con las que nos golpeamos con la realidad, con las que crecimos y nos hicimos un espacio en este mundo hostil y siempre reacio a la cultura y, cómo no, a la música; la música que destapó las alcantarillas y se hizo canto de guerra, trompetas de Jericó, aullido de perro, sub-versión (o per-versión, la otra versión, según sea el caso), anarquía, desconocimiento del país institucional, desconocimiento de la seudodemocracia y los sachapolíticos que medran en el semi-Estado, y, finalmente, desconocimiento de toda la parafernalia económica que saquea y usurpa nuestro país.
PD: He querido hacer un artículo sobre Eutanasia, pero no podría hablar de ellos sino hablaba de esta época terrible que nos tocó vivir. Espero que Richie Lacra sepa comprender que tanto la música, el rock, o cualquier manifestación artística, más allá de la estética, no tiene sentido si no responde a su tiempo histórico.
Artículo extraído del número 59 del fanzine Poetaz del Azfalto, editado por Ricardo Vega Jaime “Richi Lakra”.
Artículo extraído del número 59 del fanzine Poetaz del Azfalto, editado por Ricardo Vega Jaime “Richi Lakra”.
Fuente: El editor.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario