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sábado, 4 de diciembre de 2010

Una aproximación a la novela RONDO (cuarta edición), de Miguel Garnett. Por Ricardo Ayllón

Rondo es uno de los libros que mayor curiosidad me ha producido durante los últimos años pues permanentemente he oído hablar acerca de él y de su autor. En diversas ciudades del país, donde encontraba lectores o críticos que conocían el proceso de la actual literatura andina y peruana, llegaba siempre hasta mí el comentario de que Rondo es una novela de lectura inaplazable.

La lectura de esta cuarta edición (Martínez Compañón, octubre de 2010) suscita en mí ciertas reflexiones y conclusiones que, por fortuna, se me revelan relativamente despejadas debido a que he tenido la oportunidad de encontrarme en estos meses con otros libros de Miguel Garnett. En el mes de junio de este año leí de un tirón Yo, Cornelio, su novela más reciente; y, animado por su prosa, leí luego Catequil y Cañadas oscuras. Todo lo cual ha permitido que me haga una idea casi global del imaginario manejado por Garnett en su novelística, de los temas que lo asedian, del tipo de personajes que gusta elegir para sus construcciones ficcionales, de su aporte autobiográfico en el contenido de éstas y de la naturaleza de su mensaje.

Entiendo que por tratarse de la cuarta edición de Rondo, y por considerarse una de las novelas más leídas de la sierra del norte peruano, muchos han venido esta noche no a que se les cuente la historia o trama de la novela, pues sin duda ya la conocen, sino a saber qué nuevas opiniones surgen de su lectura. En lo personal, considero que Rondo es de una textura expresiva digerible y natural, con una tendencia a originar en el lector una inevitable seducción por los personajes y los sucesos narrados. Y es que el edificio argumental está apoyado en una organización social que rápidamente se nos hace familiar, ésta es nada menos que una pequeña y tradicional sociedad andina en la cual están bien definidos los roles de cada uno de los personajes, lo que facilita la interpretación psicológica y el proceder de éstos, y hace que parezcan lógicas sus reacciones y actitudes respecto a la presión que ejercen sobre ellos los sucesos acaecidos en Santa María de Condorcocha, el escenario creado por el autor.

Son pocas las novelas en el Perú que, luego de publicadas, continúan editándose y leyéndose, continúan llegando a las manos de nuevos lectores recomendadas por quienes los precedieron, pues descubren en ella algo que nunca deja de gustar. Si Rondo ha llegado a esta nueva edición y su área de expansión encuentra cada vez más lectores, es porque algo bueno está ocurriendo; entiendo, inclusive, que ha cobrado mayor interés entre los campesinos de Cajamarca. ¿Y por qué será? La respuesta quizá se oriente a que, si la comparamos con las actuales novelas realistas peruanas que han alcanzado fama (pero no precisamente una gran lectoría) gracias a sus innovaciones estilísticas, temáticas o técnicas, Rondo es más bien del tipo de novelas que privilegia la crítica social sobre el artificio, y que plantea la reflexión personal más allá de la preocupación táctica. Y si, por otra parte, la confrontamos con aquellas novelas que tocan más bien aspectos propios del plano subjetivo o íntimo, pero que en su desarrollo apelan a la providencia para la solución de tales problemas (entiéndase, novelas de autoayuda, que actualmente es un tipo de libros con gran cantidad de seguidores), Rondo nos enrostra en la cara –más bien– nuestros defectos, nos desnuda frente a ese espejo que constituye la personalidad de cada uno de los personajes, en algunos de los cuales hallaremos sin duda nuestra propia imagen. Y, de todo esto, surge el mensaje directo a nuestras conciencias, el llamado de atención tendiente a reforzar la parte más débil de la idea que aún manejamos de sociedad peruana, sea cual fuere el estrato social de donde provengamos o el escalón estructural que representemos.

La eventualidad de un huaico o alud que arrasa gran parte del pueblo en la parte final de la novela, podría brindar la apariencia, sin embargo, que la salida del autor es, también, una suerte de intervención antojadiza de la providencia o del destino; pero si lo vemos bien, se trata de una contingencia trágica, de un suceso dramático que llega para empeorar las cosas que ya están bastante perturbadas con el acaecimiento del robo de las prendas de plata de la Virgen de la Asunción en la iglesia, con el injusto encierro en la comisaría de Miguel Ángel y Rondo por ser los primeros sospechosos de dicho robo, con el otro encierro injusto del rondero Vicente Huamán por una falsa acusación de terrorismo, con las aspiraciones egoístas del capitán de la Policía, o con esos desniveles sociales arraigados que han producido el maltrato de los campesinos y la equivocada idea de superioridad por parte de algunos “notables” de Condorcocha como el abogado Arturo Portal o los miembros de la familia Agarrado Murga. Pues bien, la presencia de este huaico o alud, constituye a mi entender no sólo una tragedia más que, sin duda, impresiona al lector y nos hace admirar la habilidad del autor de ponerse casi como un reto esta repentina desventura y ver cómo hará para desenrollar ahora este nuevo nudo en la trama. Sino que este alud es, asimismo, toda una alegoría o metáfora de lo que nos hace falta en la sociedad peruana: un alud es un fenómeno natural que lo rebasa todo, que afecta a todos, que cuando cae sobre una población no hace distingos entre buenos y malos; y que sin duda llega para hacernos entender que ante el poder de la naturaleza todos somos iguales, nadie es más que otro; y que, sin embargo, luego, viene la limpia, la reconstrucción, la renovación. Un alud, de este modo, llega para proponernos un cambio, una purga; y éste, es el mensaje más grande que brinda la novela: el de que luego de vivir una experiencia límite, de haber visto a la muerte tan cerca y de la manera más espantosa, llegará luego la reflexión, la renovación de las conciencias o de la idea que se tiene del mundo y, por supuesto, de nuestros propios corazones. Se trata, en suma, de una verdadera sacudida existencial.

Mientras leía la novela pensaba por momentos que la manera esquemática en que están trabajados los personajes y el tipo de comunidad que Garnett propone, son propicios para que el lector pueda entender de manera despejada el mensaje que el autor (recordemos que es sacerdote de profesión) nos plantea. Además que es una que él bien conoce por su trabajo pastoral al interior de nuestras comunidades andinas, y que, posteriormente, repite y hace más versátil artísticamente en Catequil, una novela que estamos también obligados a leer.

Los conflictos que tejen los protagonistas en Rondo, la descripción del panorama humano y urbano, la polarización entre un pueblo que parece extinguirse en la porfía de sus tradiciones, como es Condorcocha, y otro que surge y le hace competencia a raíz de su pragmatismo económico, como es El Cruce; todo ello recubierto por la presencia de un personaje casi alegórico como es el campesino Rondo, provoca una suerte de coexistencia eficaz en el logro de la trama. Sin duda para los preceptos morales que la novela plantea, Rondo es una pieza que se entiende como causa y efecto. El hecho de que su presencia abra la novela en la primera escena, brinda la posibilidad de pensar que su personalidad y sus cualidades excepcionales fueron el motivo iniciático del autor de emprender este trabajo narrativo (ya Garnett ha narrado en alguna oportunidad cómo la primera imagen o escena de la novela se le ocurrió de manera espontánea); y, por otra parte, la sensación producida por su rol de figura emblemática, el hecho de que parezca casi un enviado de la naturaleza y, dentro de su parquedad, se adivine y reconozca en él una suerte de sabiduría andina milenaria, producen una idea de plenitud, de mensaje global en la que se integran, funden y –por qué no– también se extinguen, algunas de las otras personalidades del resto de personajes.

El entusiasmo de sabernos parte de una sociedad en la cual todavía pueden existir personalidades como la de Rondo, o el encontrar parte de nuestro ser peruano en este relato sencillo pero profundo, consigue, por una parte, que podamos hacer nuestras las eventualidades narradas en el libro; mientras que la habilidad casi natural de envolvernos con el tejido argumental apoyado correctamente por un buen manejo de diálogos, una buena secuencia de espacios y eventos alternados, así como la descripción adecuada del paisaje natural y humano, hace que la lectura no se nos caiga de las manos, y, como ya dije hace un momento, la novela parezca reproducirse en la preferencia de los lectores a la manera de una receta eficaz para saber entender y examinar las desigualdades de nuestra sociedad, así como para indagarnos íntimamente en cuál es el destino que queremos para ella.

Pienso, en conclusión, que aquí reside el éxito de Rondo, y el de Miguel Garnett, su autor, un narrador que parece tener las cosas claras en cuanto al destino de su novelística y al legado espiritual, intelectual y humano que pretende dejar con ella.



* Texto leído el 21 de octubre de 2010, en el auditorio de la Universidad Privada del Norte (Cajamarca)

jueves, 19 de agosto de 2010

LAS PREGUNTAS DEL ORNITORRINCO. DIÁLOGOS CON LA LITERATURA PERUANA de Ricardo Ayllón. Por Miguel Garnett Johnson

Este libro de Ricardo Ayllón contiene quince entrevistas a escritores peruanos, y la lectura de él me provocó un triple impacto: primero: que la literatura peruana es tremendamente abundante y variada, tal como se refiere uno de los entrevistados, Enrique Rosas Paravicino, cusqueño: “el Perú vive una etapa bastante fructífera en lo que se refiere a prosa narrativa” (p. 113). El segundo impacto fue que algunos de los temas tratados en las entrevistas se refieren a puntos sobre los cuales yo también he pensado, como la postergación de la literatura de provincias, la realidad actual de una literatura andina que ha venido a suplantar la literatura indigenista y neo-indigenista, como también dice Rosas Paravicino: “La literatura andina es una verdad tan evidente como la existencia de una milenaria cultura andina” (p. 118). Otra opinión al respecto es aquella del huarasino Macedonio Villafán, quien dice: “en el Perú lo andino es un ingrediente de mucho peso en nuestra cultura y nacionalidad”; (p. 124) y “el ser limeño impide a los intelectuales ver con ojos democráticos la producción en provincias” (p. 131), acota Ricardo Vírhuez Villafane.

Otro de mis pensamientos personales con respecto a la literatura peruana es que hay el reto de escribir una novela que logre abarcar las múltiples facetas del país; entonces me agradó mucho leer las últimas palabras de este libro, que son de Vírhuez Villafane, limeño: “Tal vez un día escriba una novela que fusione todos esos mundos y tenga un espectro más amplio” (p. 131).

El tercer impacto fue que un libro como éste revela mi tremenda ignorancia de todas las obras mencionadas en las entrevistas, yo solo he leído una que otra; además soy consciente de que quince autores resultan ser solo un puñado de todos los autores que hay en el país, y esto indica que mi ignorancia es aún más extensa. Entonces el libro de Ricardo Ayllón es una llamada de atención para que lea más, mucho más.

La variedad de la literatura peruana indica, claro está, una gran diversidad de personalidades en cuanto a los autores y su reacción ante la realidad del país. Para Marco Cárdenas, nacido en Huanta, Ayacucho, esta “es una de las realidades más absurdas que existen, vivimos en un país donde todo se maneja mal, donde no hay ideales, donde todo está al revés, hemos tenido los gobernantes más incultos del mundo y quizá en este sentido estamos algo africanizados todavía” (p. 20). Alberto Quintanilla, cusqueño, que radica parcialmente en Francia, también tiene unas expresiones lapidarias: “en las calles del Cusco (…) todo lo que he conseguido oír ahora es aquella música trans o digital cuyo único objetivo parece ser el embrutecer a nuestra juventud; si a eso le sumamos el consumo de drogas, su estupidización es un hecho. Ellos creen que eso es modernizarse, se equivocan, lo único que están logrando es uniformizarse, convertirse en parte de un ejército de zombis” (p. 80).

En contraste con estos comentarios negativos encontramos en la entrevista con Rosa Cerna Guardia, nacida en Huarás, recuerdos de una niñez muy feliz, y luego de una visión romántica, alegre, del país, llena de luces y flores, bastante vinculada con la mística andina.

Enrique Rosas Paravicino también tiene una visión positiva; habla de la diversidad cultural del país y dice: “Este es un país de varias identidades regionales que solo con el tiempo irá a alcanzar una verdadera identidad nacional (…) En esta variedad de expresiones está la gran riqueza simbólica del Perú” (pp. 114-115).

Ninguna de las entrevistas habla de la violencia que azota al país y que, a mi parecer, ha sido una constante de su historia, en una que otra forma. Sin embargo, tomando en cuenta que sí, ésta existe y que las opiniones de Marco Cárdenas y Alberto Quintanilla tienen bastante razón, personalmente me inclino por la visión más optimista, expresada sobre todo por Enrique Rosas Paravicino. Él tiene algunas frases más al respecto, que citaré más adelante. Y estoy de acuerdo con Ángel Gavidia, de Santiago de Chuco, quien dice: “El Perú, en general, es tierra de poetas” (p. 63). El optimismo que encontramos aquí tiene eco en lo que opina Julio Carmona, chiclayano: “siempre que exista una sociedad con esperanza (…) debe estar presente la voz del poeta” (p. 25).

Cuando Ricardo me preguntó si estaría dispuesto a comentar su libro, mostró una cierta inquietud y preocupación porque me indicó que en la primera de las entrevistas, la de Marco Cárdenas, hay un tono abiertamente antirreligioso, expresado con frases duras. Por ejemplo, Marco dice que “el legado de Jesucristo y por ende la existencia de la religión católica y todas las demás religiones del mundo, me parecen lo más estúpido que tiene el hombre dentro de su cadena evolutiva (…) En lugar de pensar en sí mismo, en su mejora social o en una estancia digna aquí en la Tierra, el hombre con la religión se hunde en una utopía que no tiene principio ni fin, que tiene lo mínimo de racional, y eso a mí me causa una absoluta aversión” (p. 19). Cárdenas aprecia mucho a Marx, quien “fue quizá el hombre más racional del siglo XIX” (p. 19) y sólo puedo mirar atónito que hoy en día alguien aprecie su legado. Pero en el campo de la literatura hay lugar para todos, y este libro de Ricardo Ayllón demuestra en estas quince entrevistas la variedad y la riqueza de la literatura peruana.

Cuando se trata de religión, una de las novelas más polémicas mencionadas aquí es En octubre no hay milagros, del arequipeño Oswaldo Reynoso. La obra provocó todo un revuelo cuando se publicó en 1965. Los críticos fueron implacables y la tildaron de inmoral, irreverente, provocadora y hasta pornográfica. Pero es una novela fascinante, una radiografía de Lima en sus múltiples facetas, que he leído con admiración por la del autor. Nunca he podido participar en un curso sobre la literatura nacional, pero he escuchado un par de conferencias de Oswaldo Reynoso y he tenido la oportunidad de participar en unas tertulias con él. En ambos casos me he sentido fascinado y enriquecido. Don Oswaldo sabe divertir y, a la vez, provoca reflexión.

Esta manera de ser y escribir coincide exactamente con lo que dice Cronwell Jara, nacido en Piura: “lo primero que tiene que hacer (un buen cuento) es emocionar, tener acciones dramáticas, pero también debe llevar a la reflexión y a la diversión” (p. 71).

En la entrevista con Cronwell Jara surge el tema de la literatura light. Él dice: “Tú puedes escribir cosas muy inteligentes, pero si no hay tono emocional ni espiritualidad, se arruinó la obra. Entonces aparecen las obras light (…) la literatura light es aquella que está bien escrita, bien dicha, pero que no emociona” (pp. 68 y 70). Para Enrique Rosas Paravicino, literatura light “Es la fatuidad elevada al nivel de la escritura y hecha a la medida de la pereza mental. El Perú es un país fecundo en dramas, épicas, migraciones, partos y convulsiones. No creo que todo esto encaje en el esquema superficial y alegre que ofrece la literatura light” (p. 117).

Mientras habla de literatura light, Rosas Paravicino, indica que obras de esta naturaleza “causan impacto gracias a la gran cobertura que les brindan los medios de comunicación y también en la medida en que algunos de los cultores de esta literatura son personajes mediáticos, como Jaime Bayly” (p. 117). Esto plantea el problema de la relación entre los escritores y los medios de comunicación. Maynor Freyre, limeño, observa que “el aparecer en los periódicos y otros medios de comunicación no determina la calidad de la obra literaria” (p. 56); y Rosas Paravicino observa amargamente: “en la mayoría de los medios televisivos la cultura ni siquiera es la quinta rueda del coche” (p. 115). Otro entrevistado, Jorge Luis Roncal, también limeño, dice: “En el país la producción literaria existe más como potencialidad, y hay que tener en cuenta que los medios de comunicación y de poder cultural hegemónico solo muestran, mezquina y parcialmente, una parte del conjunto de esta producción” (p. 109).

Espero que las citas que les he ofrecido de este libro de Ricardo Ayllón sean suficientes para indicar la gran riqueza de su contenido. Por supuesto hay más temas, y creo que el conjunto de opiniones da cancha libre a un debate amplio sobre la literatura nacional, sus logros, sus deficiencias, sus retos y problemas. Quienes me han escuchado en otras presentaciones de libros sabrán que no es mi política revelar explícitamente todo el contenido, porque hacer eso quita la necesidad de comprar la obra. Mi tarea es ofrecerles un anzuelo, con la esperanza que les provoque comprar el libro. Espero que haya cumplido con esto y, de veras, si tienen interés en la problemática de la literatura peruana, vale la pena conseguir esta obra de Ricardo Ayllón, leerla, masticarla y reflexionarla. Es fascinante y provocativa.

Muchas gracias.
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