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martes, 4 de octubre de 2011

Balas perdidas (2). Por José Carlos Yrigoyen. Sobre ÁGAPE DE ESPECTROS de Félix Méndez y MARES de Diego Lazarte

Bufet caníbal: Sobre el debut poético de Félix Méndez, Ágape de espectros, lo primero que debo decir es que se trata de un libro fallido. Pero si me quedo en eso estoy contando la mitad de la historia. Méndez titubea expresivamente justo cuando sus poemas están agarrando vuelo, se le tuerce la oreja de vez en cuando y sus imágenes muchas veces fracasan cuando la fatiga le impele a caer en facilistas lugares comunes; sin embargo, estas falencias son más bien tributos que ha tenido que pagar a la hora de jugarse el todo por el todo para llevar a cabo su propuesta, bastante original y complicada: la creación de un espacio mental donde los alimentos son símbolos de corrupción y emblemas de la sordidez, un inframundo donde satisfacer el hambre es una sangrienta parafilia. Si bien a Méndez le cuesta mucho redondear la faena de escribir un poema que se sostenga de principio a fin, hay momentos en que el propósito de aprehender estas atmósferas de lisiada belleza se ve cumplido: “La calma de las campanas antes de su tañido. / Encontré una piedra con una inscripción que decía “Cocíname”. / Los nomos se desnudan tras las sirenas. / El demonio visita al cadáver. / Lo besa. Lo consuela. Profana su tumba de puro hambre”. Una primera entrega que deja una promesa latente: quisiera leer a Méndez con más control de sus posibilidades expresivas y, sobre todo, con algo más de autocrítica. Si así sucede, Ágape de espectros podría ser la antesala de algo realmente bueno.

[Félix Méndez, Ágape de espectros (2011). Katatay Editores. Relación con la editorial: ninguna. Relación con el autor: ninguna].


Fórmula uno: Mares es el título del último libro de Diego Lazarte, uno de los poetas jóvenes más activos de los últimos años, autor de un conjunto interesante, Diario de navegación, en el que era posible encontrar algunos buenos poemas, poseídos por una fuerza expresiva singular (aunque algo deudora del Hinostroza de Consejero del Lobo). Mares, en cambio, no consigue colmar las expectativas que se albergan sobre Lazarte (como tampoco lo había hecho Manchas solares, su libro anterior), pues aquí no hace más que repetir la fórmula en la que parece sentirse demasiado cómodo: elegir un tema que sea el más impersonal posible y, en base a unas pocas referencias superficiales, elaborar una monótona serie de poemas que difieren muy poco entre sí: similar estilo, el mismo ritmo, semejantes imágenes. Una retórica que hipnotiza y zombifica a su autor y lo hace caer en extremos como este: “Caes en un vértigo irresistible / mientras las arañas de Marte / escriben numerosos enigmas / largas y empalagosas cartas de amor”. Luego de leer este breve volumen uno se pregunta qué sería de Lazarte si se animara a escribir sobre lo que realmente le interesa o le atemoriza, en vez de seguir demostrándonos una y otra vez que es capaz de escribir libros limpios y correctos, como si de eso tratara la cosa. En poesía, al menos, no lo es.

[Diego Lazarte, Mares (2011). Katatay Editores. Relación con la editorial: ninguna. Relación con el autor: cordial].

Fuente: Nosotros matamos menos

jueves, 18 de agosto de 2011

Balas Perdidas (1). Por José Carlos Yrigoyen y Jerónimo Pimentel. Acerca de los poemarios BERLÍN (Victoria Guerrero) y LATITUD DE FUEGO (Andrea Cabel)






















1. Poemas detrás del muro
Último capítulo de una trilogía que empieza con ‘El mar, ese oscuro porvenir’, ‘Berlín’ es también la continuación de la poética que Victoria Guerrero presentó en ‘Ya nadie incendia el mundo’, la segunda entrega de esta obra en tres partes. Ahí la poeta renunciaba por primera vez al rigor formal y a la contención expresiva (quizá la marca de ‘Cisnes estrangulados’ y ‘De este reino’), para iniciar una exploración más afín a las vanguardias latinoamericanas, donde el texto se quiebra –como signo y significado- para abrirse a estéticas menos “literarias”. Así las voces de la calle, plasmadas tanto en los modismos contraculturales (el uso de la ‘k’) como en el tono vivencial, se mezclan con raptos líricos, una interesante apropiación del discurso de género (la fragmentación del cuerpo nacional es la fragmentación del cuerpo femenino), favoreciendo un pródigo juego intertextual que conversa con la línea no clasicisista de la poesía peruana (Guerrero cita reiteradamente a Vallejo, ‘Chacho’ Martínez y Hora Zero). Este esfuerzo recuerda, por su alcance, al planteado en el ‘poema integral’, aunque esto no sea un hallazgo ya que las menciones a Ramírez Ruiz son constantes en el poemario.

Como bien ha señalado Ricardo González Vigil, la metáfora evidente de ‘Berlín’ es el muro como división y frontera, y en él, todo lo que implica separación o dicotomía: ya sea social (“Tú clase pujante/Yo burguesa de medio pelo…”), sexual, económica (capitalismo vs. comunismo), espacial (“¿por qué regresaste al Perú?”) y estética. Pero la mirada que fragmenta también va más allá y sueña con decantar todo aquello que parezca unidad: la mujer, dividida entre el feminismo y la maternidad; o la voz poética, oscilando entre la concentración verbal y el desborde dramático. La apuesta, acertada, es que estas oposiciones no se resuelvan, sino que se expongan y encuentren sentido en el devenir. De esta manera, y gracias al ritmo, los discursos van formando capas de sentido, de sonido, capas tipográficas incluso, que se sobreponen a manera de niveles por los que el lector transcurre. El reto para Guerrero, luego, ha sido crear una poética capaz de permitir este flujo y cobijar todo lo que la palabra, siempre consciente de sí misma, tensa (“La ropa interior y aquellos televisores de pantalla plana/ la invitan a sumergirse en una poética nueva…”).

‘Berlín’ sale airoso de los retos planteados por su propia ambición en virtud de su estructura, que posee la unicidad necesaria para articular diferentes discursos (el poemario se puede leer como un largo flujo, a la manera de ‘Octubre’), y de los numerosos recursos literarios que dispone la autora, capaz de cambiar de registro sin sacrificar la “verdad” de su voz (“Nadie me podrá decir si esta es la música que nos espera/ Oh hijo mío / La noche avanza como una ola amenazante desde la otra costa// Y ya no sé cómo amarte/ Tu pureza hiere mis oídos// Hoy quisiera llevarte a caminar/ Bajo el fuego brillante de los cazabombarderos// Y enseñarte el mapa de una ciudad dormida/ El aroma del pan popular/ Y la justa limpieza del miserable…”). Y a pesar de que creemos que buenos poemas como ‘El ciclista’ no necesariamente aportan a la redondez del libro, y de que Guerrero posee o coquetea con cierta pulsión populista, estas atingencias menores no desmerecen en absoluto un poemario que, como culminación de un tríptico, bien puede calificarse de consagratorio. (Jerónimo Pimentel)

[Autor: Victoria Guerrero. Libro: Berlín. Editorial: Intermezzo Tropical, 2011. Relación con la editorial: ninguna. Relación con la escritora: cordial.]


2. Latitud sin actitud
Cuatro años después de haber publicado su primer libro, el atendible Las falsas actitudes del agua, Andrea Cabel regresa con un nuevo conjunto de poemas, Latitud de fuego, que, lo digo desde ya, no aporta nada a lo que esta joven escritora ha hecho anteriormente. Si en su debut Cabel nos demostró que cumplía con los requisitos para escribir bien, en Latitud queda en evidencia que esta es su mayor virtud, y por lo tanto, su más grande limitación. Estos poemas son casi siempre limpios, puntillosos, minuciosamente elaborados, y a la vez inocuos, fáciles y sobre todo irremediablemente vacíos; no hacen sino exponer machaconamente la única fórmula que su autora maneja desde sus composiciones iniciales, y que consiste básicamente en largos versos salpicados de imágenes amables e invocaciones al ser amado (“rasguño de arena, de cavidad inmensa levantando un perfil solo. la altura triste de la distancia, lo cóncavo de tu rostro cuando me miras, mi actitud solitaria cuando te busco, partimos en dos el trozo dulce y aun los gritos se apagan”). Pero si este recurso funcionaba en algunos poemas de Las falsas actitudes gracias a cierta tensión dramática, aquí no son sino ejercicios realizados por una voz enamorada de sí misma y siempre en piloto automático.

Eso es lo que más me ha decepcionado de Latitud de fuego: no la total falta de riesgo transparentada en sus páginas, sino esa constante sensación de remake con relación al libro precedente, esa monotonía del ilusionista que desaparece distintos objetos con el mismo truco. Como agravante, no siempre hay regularidad dentro del seguro andamiaje en el que Cabel ha decidido resguardarse. Abundan las imágenes pueriles y sensibleras (y tú, garúas cuando te nombro finito / cuando sonríes a pesar de los rostros de la porcelana fría / a pesar de las piedras preciosas sujetas a tu pecho / sujetas a tus huesos, a tu piel de sonrisa.”;”lamentando que aquí la lluvia zumbe igual que el metro o el tren de las hormigas, de las verdes manos agitando algún lugar de este pecho, incompleto y acaramelado”), y en general, es fácil encontrar versos desiguales que afectan la factura de los poemas. La excepción a esta circunstancia es el último poema del conjunto, Lima hoy, que sugiere el buen libro que Cabel pudo haber escrito y que Latitud de fuego, en definitiva, no es. (José Carlos Yrigoyen)

[Autor: Andrea Cabel. Libro: Latitud de fuego. Editorial: Borrador, 2011. Relación con la editorial: ninguna. Relación con la escritora: conocidos.]




Crítica raquítica. Por José Carlos Yrigoyen

Cuando leo a los actuales reseñadores literarios de la prensa limeña extraño la página de crítica de libros que durante los años noventa mantuvo Rocío Silva Santisteban en Somos. No quiero decir con esto que Silva Santisteban fuera nuestra Michiko Kakutani ni mucho menos. Pero el poquísimo espacio que le asignaban, limitado como para fundamentar sus opiniones, lo administraba con suficiente criterio como para cumplir el requerimiento básico que se le exige a alguien al que se le encarga un espacio destinado a criticar las novelas, poemarios y ensayos que aparecen cada semana: decir lo que en verdad piensa. Arriesgar mínimamente una opinión. Pasar por la experiencia, nada agradable, es cierto, de quedar de vez en cuando mal con alguien. Recuerdo algunas reseñas suyas donde era terminante y hasta feroz con los libros que le disgustaban; como por ejemplo, cuando destrozó uno de las tantas insufribles entregas con las que Edgar O´Hara nos torturaba por esa época: En una casa prestada. Rocío llegó a preguntarse públicamente cómo era posible que existieran editores que permitieran que semejantes bodrios vieran la luz. Por lo que sé, O´ Hara nunca le perdonó ese ejercicio de sinceridad. Recuerdo también críticas negativas a otros poetas y narradores que eran amigos y conocidos de la autora de Ese oficio no me gusta, como Mary Soto –por su libro Limpios de tiempo- o Sergio Galarza –por su colección de relatos Todas las mujeres son galgos. Recuerdo también, y más nítidamente, que a mi primer libro, un pecado juvenil, también le dio con palo. Y estaba bien. En fin: uno podía criticarle muchas cosas a RSS, pero no que careciera de los ovarios suficientes para estampar en letras de molde su auténtico punto de vista.

Pues bien, ¿qué ha pasado con la crítica literaria de los medios en esta última década? Con muy honrosas excepciones, esta prácticamente ha desaparecido. Algunas publicaciones la eliminaron un buen día de sus páginas sin el menor remordimiento –como es el caso de Correo, el pasquín dirigido por Aldo Mariátegui- y otros se la encomendaron a gente que, o no da la talla para ejercerla, o la toma como un trabajo rutinario y aséptico en el que la finalidad principal es pasar piola. Es decir, completar el número establecido de palabras sin decir absolutamente nada relevante o cubrir indiscriminadamente de flores a cualquier volumen que llegue al correo de la redacción.

Querido lector de Nosotros Matamos Menos: ¿alguna vez ha leído usted, en todos estos años, una sola crítica negativa pergeñada por José Donayre Hoefken, encargado de la sección de libros de la revista Caretas? Yo, nunca. Todas ellas son decididamente entusiastas: jamás entablan una sola atingencia a los libros sometidos a su escrutinio. Si mañana hubiera una hecatombe nuclear y solo quedaran las críticas de Donayre para estudiar lo que fue la literatura peruana reciente, cualquiera creería que vivimos una Edad de Oro en nuestras letras; que cada semana en el Perú era publicado un libro estupendo, de gran calidad; que cada mes surgía un joven poeta cuya opera prima sugería un Eielson o un Hinostroza en potencia. La realidad, como nosotros sabemos, es muy distinta, y por eso me queda la sensación de que Donayre vive en una dimensión paralela, donde cada vez que se asoma por la ventana contempla Picadilly Circus o cualquier otro de los centros culturales más fulgurantes del mundo literario contemporáneo.

Si bien ya de El Comercio y de la camarilla de ignorantes que lo maneja no se puede esperar nada, es una lástima lo que ha sucedido en los últimos años con la ya fenecida columna semanal de Ricardo González Vigil, quien siempre fue un crítico más que respetable. Pero hay que ser honesto, pues: sus columnas, en los últimos años, eran la mar de confusas. No sé si el motivo de ello sea que le editaban los textos de cualquier manera o si se le acababa el espacio antes de poder llegar al meollo de lo que quería decir, pero en la mayoría de los casos terminaba hablando de cualquier cosa antes que de la obra que debía ser motivo de su reseña. Por otro lado, ¿no es ya un poco monótono que un crítico viva calificando cuanto libro analiza como “extraordinario” “portentoso” o “formidable”? No obstante lo apuntado, que la columna de RGV deje de ser publicada es un hecho lamentable, pues de todas formas es un espacio perdido. En cuanto a la sección de libros de la revista Somos, regentada por Enrique Sánchez Hernani, el problema es distinto: ni con la mejor voluntad del mundo se puede hacer una crítica seria cuando se te pide que ella no exceda las dos líneas de un texto de Word. Eso, como ya apunté en un post anterior, se debe a la visionaria labor de Eduardo Lavado, quien considera que una reseña no debe tener más caracteres que uno de los telegráficos chismes faranduleros del Correveidile, su máximo aporte al periodismo nacional. Bip.

De los demás reseñadores es poco lo que se puede decir (o no se puede decir nada distinto a lo anterior): o ejercen una crítica que juega al avestruz (pura descripción, cero opinión, o, lo que es peor, una desmedida generosidad con todo los libros que reciben) o las páginas culturales de los medios en que laboran son tan insignificantes que es como si no existieran. La salvedad a esta regla es Javier Agreda, crítico del diario La República. No lo digo porque esté de acuerdo siempre con él (en realidad, de cada diez reseñas que publica, discrepo con ocho) sino porque cuando un libro le parece malo no tiene remilgos en decirlo y suele fundamentar sus opiniones con propiedad. Quizá sus reseñas a estas alturas pequen de mecánicas (su modus operandi es el siguiente: primero presenta el libro, luego señala sus virtudes, y en el 90% de los casos termina dando una maleteada), pero a diferencia de casi todos los demás se toma su trabajo con cierto rigor. Lo cual es mucho en un ambiente literario donde ya se perdió el coraje suficiente para señalar que el trabajo de un escritor es insatisfactorio. Aunque luego de este post, quizá yo sea el autor con quien se rompa esa tendencia.

Fuente: Nosotros matamos menos
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