Una de las cosas más difíciles que me ha resultado en mi proceso de creación poético es colocarle nombre a mis poemas, cosa que no me sucede mucho con mi proceso de creación narrativo. Esto ha hecho que mis poemas terminen careciendo de un título convencional y terminen poseyendo simplemente una etiqueta: un número arábigo, romano; o una letra; o algo por el estilo. Por tanto, eso de que mis poemas tengan una letra o un número como título no es más que la evidencia concreta de mi poca o nula pericia en el oficio de poner títulos. Sí, porque creo que poner títulos es un arte en sí mismo, un arte cuyo resultado oscila en un intervalo de valores que va desde una obra malísima que ostenta un título malísimo hasta una obra buenísima que ostenta un título buenísimo. Otras posibilidades, por ejemplo, serían: obra malísima, título buenísimo; obra buenísima, título malísimo; etc. Y esta posibilidad combinatoria entre titulo y obra es algo que me ha intrigado desde hace buen tiempo. Por ejemplo, Todas las Sangres y Trilce, son dos títulos que han escapado a la gravedad de la obra en sí, sin importar si esto ha sucedido por su valor sociológico o poético. Son títulos que habiendo nacido como tales se han convertido en nombre de asociaciones, en nombre de grupos musicales, en nombre de colegios, en nombre de academias, etc. Son títulos que han dejado de ser simples títulos para pasar a formar parte de argot colectivo. Todas las Sangres me parece un título bello, con una fuerza increíble, que además describe de manera insuperable nuestra condición de mestizos, simboliza la igualdad, el colectivo; leer el sustantivo innumerable sangre pluralizado resulta simplemente bello. Trilce, sustenta su reinado en el misterio que rodea a su origen, al sonido suave, nostálgico y antiguo que exige cuando es leído en voz alta. Y por supuesto, sería deshonesto no decirlo, estos títulos han contado con la suerte de ser hijos de dos autores importantísimos del parnaso literario peruano, de dos autores de culto. ¿Si estas dos obras, con la edad que tienen, no hubieran sido de dos gigantes de la literatura peruana hubieran calado hondo?
Un título con buena estrella sería un título al menos poéticamente bueno, de una obra al menos buena, de un autor al menos conocido. Claro, desde el punto de vista purista del arte, debería bastar con lo primero; pero sucede que eso no bastaría para calar en el colectivo.
Si bien he nombrado títulos de José María Arguedas y de César Vallejo, dos vacas sagradas (y muertas) de la literatura peruana, nombro a La miseria y el hambre, y Un poco de aire en una boca impura, títulos de los poemarios de los poetas y amigos (vivos, aún, para suerte) Antonio Escobar y Ricardo Ayllón, respectivamente; nombro a El Asno que voló a la luna, título del libro de cuentos del escritor Cromwell Jara. O nombro a Te besaré toda la vida, título de la obra de teatro del puertorriqueño José Luis Figueroa, que aunque al comienzo me sonaba algo cursi, luego me resultó simplemente hermoso. Quizá, a modo de simple ejercicio y/o polémica (por lo subjetivo y espinoso del asunto) sería interesante rescatar del olvido aquellos títulos bellos de la literatura peruana. La idea es intercambiar títulos e ideas y tratar de llegar a un ¿(im)posible? consenso. Yo, por ejemplo, tengo una lista encabezada por mi título favorito: Todas las sangres, salvo mejor/peor parecer y/o mejor/peor gusto.
Obviamente una obra debe llevar un título. ¿Pero a qué obedece dicho título? En mi caso, como dije, me es casi imposible, si no imposible, ponerle título a mis poemas, al igual que a mis poemarios. Tengo poemarios escritos hace años y aún sigo buscándoles título. Sé que el título es necesario, pues de algún modo hay que identificar y referenciar a una obra, de algún modo hay que llamarla, en aras del (des)orden. Que si el título tenía que ver con el contenido de la obra y no sé qué ocho cuartos más ya no es del todo cierto, sino recuerden a Trilce. El título es simplemente un rótulo, una etiqueta que identifica a cierta obra. ¿Y qué sucede, por ejemplo, con el título de una obra desde el punto de vista de un editor? ¿O simplemente, qué sucede si se piensa en el mercado? Porque claro, aquello de que yo escribo para mí y nada más que para mí, ya es un cuento bien pasado de moda, un cuento que a nadie se le (debe) cree(r); y más si se publica, ¿no? (¿si no quieres que te lean por qué carajo publicas?) En el mercado un título bueno, léase bello, podría confundirse con un título marketero (y se haga la errónea asociación: bello=marketero), un título que engancha, un título impactante, un título que rompa el ojo al cliente, digo lector. Pero claro, podría suceder, ¿por qué no?, en aras de un equilibrio calidad mercantil-calidad artística, de que un título bello sea también marketero; un título bello y marketero, ¿por qué no? ¿Acaso no es un sueño, de todo aquel que publica, que lo lea medio mundo? Hipócrita el que publica y se desvive por hacer creer a los demás que no le importa si lo leen o no. Yo, cuando me entero que alguien anda diciendo ahí que no le importa si lo leen o no, simplemente no lo leo; ¿con qué derecho habría que hacer algo en contra de la voluntad ajena?
Finalmente, ya que el morbo mueve multitudes, me pregunto (y te pregunto) por aquellos títulos buen(ísim)os endosados a obras mal(ísim)as. O simplemente me pregunto por aquellos títulos buen(ísim)os o mal(ísim)os en sí mismos (purismo literario), sin importar un pepino si la obra que los ostenta es buen(ísim)a o es mal(ísim)as; me pregunto, por qué no, por aquellos títulos bellos y/o marketeros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario