miércoles, 31 de agosto de 2011

Neruda: El verso de la destrucción. Por Ronal Pérez Díaz

Siendo ya una constante el hondo lirismo en la obra poética del Nobel chileno (1904–1973), podemos apreciar ahora en los poemas de “Residencia en la tierra” una tentativa ejemplar de expresión intensa que tiene, a su vez, como punto central el núcleo total de la existencia.


La vida es movimiento sucesivo. Todo movimiento se traduce en acción. Toda acción es gasto de energía vital, deterioro progresivo del ente ejecutor. Por ello podemos afirmar que el hombre y todo lo que le rodea está destinado, desde ya, al transcurso destructivo de la existencia. Por ello la vida es un continuo acabarse. Es como si la sentencia genesiaca “polvo eres y al polvo volverás” nos atrapara en su nocturno manto inacabable, en su transcurrir degenerativo de las formas en las que se hace ostensible la vida.

Pablo Neruda (1904–1973) comprendió muy a fondo este proceso; pues, si nosotros profundizamos en el análisis de su poética, vislumbramos, en su coherente visión imaginativa en “Residencia en la tierra”, lo que venimos disertando. El poema Galope Muerto es ya una tentativa para afirmar lo siguiente: todo lo que está en movimiento tiende a exterminarse. Allí se puede constatar lo que el poeta canta de manera soberbia: la desintegración de todo lo existente, el derrumbamiento total de la materia: “Como cenizas, como mares poblándose / en la sumergida lentitud, en lo informe (...) / confuso, pesando, haciéndose polvo / en el mismo molino de las formas demasiado lejos, / o recordadas o no vistas, / y el perfume de las ciruelas que rodando a tierra / se pudren en el tiempo, infinitamente verdes.” (Galope Muerto).

Los elementos en los cuales se hace posible verificar la desintegración de la materia son: la ceniza y el polvo, en un período de vida determinado por el tiempo.

Según Jaime Concha, intérprete literario, existen dos formas de destrucción en el sistema poético nerudiano; la primera es “la corrupción de los objetos”: “(...) confuso, pesando, haciéndose polvo...”, y la segunda, “la huida de la experiencia con el tiempo”: “(...) en el mismo molino de las formas demasiado lejos, / o recordadas o no vistas...

Todo proceso destructivo se realiza “en el mismo molino”, en el hado, el destino. La huida es como un salirse de sí mismos, para ir al pasado en busca de los recuerdos, a aquellas imágenes móviles y a la vez estáticas, pero inasibles e incomprensibles al entendimiento, es una huida hacia: “Aquello todo tan rápido, tan viviente, / inmóvil sin embargo, como la polea loca en sí misma...” (Galope Muerto).

El día, “lo sonoro”, viene a ser el espacio de tiempo en el cual se hace sensible y manifiesta la vida, en todo su esplendor: “De lo sonoro salen números, / números moribundos y cifras con estiércol, (...) / A lo sonoro el alma rueda / cayendo desde sueños, (...) / De lo sonoro sale el día / de aumento y grado...” (Un día sobresale).

Es pues del día de donde “salen números” y es allí donde se contempla la disgregación de las cosas, diariamente, como un proceso de lenta muerte: “A lo sonoro llega la muerte...” (Sólo la muerte).

Entonces “el día, a pesar de la luz que lo constituye, es el reino de las destrucciones, el hábitat de la caducidad y la muerte” (Jaime Concha: “Interpretación de Residencia en la tierra”).
(...) el tejido del día, su lienzo débil, / sirve para una venda de enfermos, / (...) es el color que sólo quiere reemplazar, / cubrir, tragar, vencer, hacer distancias.” (Débil del alba).

He aquí que el día es el cenáculo de las destrucciones, es el hogar donde la vida y la muerte cotidianas conviven. Es la bóveda que nos atrapa con su lamento de araña. Es, en su estrato, donde se verifica el derrumbamiento completo de las formas, la pérdida de la identidad, el arrebatamiento de la mónada por parte del destino, para volver a integrarla al origen primigenio, al caos oceánico, a la noche eterna donde se forja la vida de manera silenciosa y con una infinita esperanza por hacerse evidente, tangible.

Ahora bien, de qué está hecho ese surgir de palomas / que hay entre la noche y el tiempo, como una barranca húmeda?” (Galope Muerto). “Tú guardabas la estela de luz, de seres rotos...” [Alianza (Sonata)].

Es la noche, según la percepción lúcida del poeta sobre el cosmos, el habitáculo de la vida. Es, en su oscura luz, donde germina la simiente para la expresión de una nueva existencia. En resumen, “Residencia en la tierra”, “se nos presenta como una obsesiva y patética búsqueda de los estratos creadores del ser” (Jaime Concha: “Interpretación de Residencia en la tierra”). La noche es lo materno, de ella nace la vida y a ella regresa para residir en su seno de lo eterno, de lo femenino. La noche, en fin, se convierte, para el poeta, en un pedazo de tiempo donde se buscan los orígenes del ser y, por consiguiente, a ella llega, como hombre y como artista, para buscar los vestigios creativos, el arte regio de la naturaleza y de los siglos.



Ronal Pérez Díaz (Jaén, Cajamarca, 1981). Es educador, egresado de la Universidad Nacional “Pedro Ruiz Gallo” de Lambayeque. Obtuvo el segundo puesto en Poesía en los Juegos Florales organizados por la Facultad de Educación de la UNPRG en el año 2002. Ha colaborado en numerosas revistas de Educación y Cultura y tiene libros inéditos como: “Acariciando el viento” (poesía) y “Visos de locura” (cuentos). Actualmente labora como docente en una institución educativa particular de la Región San Martín. Es miembro del Grupo Literario SIGNOS de Lambayeque.

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