Lejos de la mala reputación de los gallegos, lejos de la injusta y macabra adjetivación a sus capacidades mentales, muy entre ellos, entres sus romerías y sus credos, nació Camilo José Cela, un gallego prolífico que con sus logros desagravió la fama de la localidad de Padrón, provincia de La Coruña, para que nadie más pueda volver a verla con ojos indiferentes: un Premio Nobel había surgido entre sus linderos.
Su nombre completo tendría que leerse en varios tiempos de descanso, como una lista de colegio: Camilo José María Manuel Juan Ramón Francisco Javier de Jerónimo Cela Trulock.
Huraño, antojadizo e inagotable; era un niño grande cargado de hormonas superpuestas, a quien le daba lo mismo poder recibir a los periodistas en el baño o en un salón elegante. Irreverente hasta el hartazgo y lúcido en su senectud terminal. Hoy habría cumplido 94 años, mas se quedó en los 85; la misma edad que tuvieron en la hora de la última partida el filósofo griego Teofrasto, el venezolano Rómulo Gallegos y, el autor de El lobo estepario, Hermann Hesse.
Los homenajes nunca le serán ajenos, tampoco las abominaciones. Hace algunos años salieron algunos documentos que relacionaban a Cela con el franquismo. Lo colocaban como el único intelectual delator de la historia de España. Todavía existe la polémica de la autenticidad de esos archivos, mostrando en resumen la supuesta doble cara del escritor.
Su vida fue una gran novela gallega. Utilizó la tuberculosis que contrajo a muy temprana edad para internarse en un sanatorio y leer sin descanso a todo autor del canon literario español y sobre todo la obra de Ortega y Gasset.
Como es común entre los grandes, no todos lo veían con buenas vibras. El chileno Roberto Bolaño detestaba a Cela, igual o mucho más que a Octavio Paz. “Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela”, afirmaba el autor de Los detectives salvajes en su cuarto mandamiento del escritor.
Hermoso es imaginar que La familia de Pascual Duarte, su gran novela tremendista, la elaboró mientras trabajaba en una industria textil. Galicia (o Galiza) estaba dejando de ser tierra plenamente destinada a la agricultura y la pesca, que la tradición avalaba, y el sector industrial emprendía vuelo como también la literatura galaica (adjetivo poco usado, pero sonoro y correcto).
Por otro lado, la editorial Alfaguara le debe a Cela su nacimiento en 1964. En ella publicó muchos de sus libros que acompañaron a los de otros autores de la vida cultural española que era, como diría Cela, carpetovetónica.
El Premio Nóbel de Literatura de 1989 fue su máxima conquista, y los campesinos, pescadores e industriales gallegos se ponían de pie ante el venturoso laurel, que en cierta medida, era también de ellos.
En 1994 fue acusado de plagio por su obra que conquistó el Premio Planeta, La cruz de San Andrés. El juicio se archivaba y se reabría, hasta que Cela salió libre de todo pecado que su trayectoria jamás hubiese permitido, y sus seguidores, tampoco perdonado.
Por una coincidencia trágica, muere el mismo día en que su hijo cumplía años en el 2002, teniendo como últimas palabras: “¡Viva Iria Flavia!”, ciudad de Padrón, el mismo terruño que realzó para que el mundo entero, cuando piense en un gallego, piense en Cela sin complejos ni prejuicios.
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