domingo, 7 de agosto de 2011

Arguedas y el tiempo. Por Harold Castillo Peralta

José María Arguedas nació en Andahuaylas, Apurimac, un 18 de enero de 1911. En el año de su centenario, el Perú de todas las sangres –al cual el escritor le dedicara los mejores momentos de su vida– se detiene para homenajearlo y revalorar su legado. Aquella fuente enriquecedora y vital, constituida en su obra, es el testimonio tangible de su vigencia y compromiso pleno con la identidad peruana a través del tiempo.


Por Harold Castillo Peralta*

Quizás la mayor virtud de Arguedas haya tenido que ver con la capacidad para proporcionar lúcidamente, a través de de su obra, los pormenores de una realidad compleja y poco valorada en su momento: el mítico mundo andino del cual era conocedor privilegiado, dadas sus raíces serranas, y que supo rescatar para la posteridad peruana y universal.

Confluyen en Arguedas factores decisivos como la autenticidad, la vehemencia o el compromiso pleno para asimilar, como un asunto propio, la problemática doliente del Perú profundo. Es Arguedas la prueba palpable de la superación a la que muchos de sus hermanos no han tenido acceso por culpa del desdén y el egoísmo de las sociedades costeñas; convirtiéndose, de este modo, en una particularidad asombrosa –inquietante– para un medio que excluye progresivamente a personas de otras creencias, costumbres y razas por considerarlas inferiores.

Aunque fue un mestizo proveniente de una familia acomodada, José María Arguedas vive tragedias que lo van a marcar desde muy niño, comenzando por el hecho de perder a su madre, a causa de una enfermedad, cuando sólo tenía tres años. Su padre, abogado de profesión, pasaba la mayor parte del tiempo fuera del hogar, viajando por asuntos de trabajo. De modo que la ausencia de ambos padres –al menos cuando niño– va a influir en su psicología futura. Aquella búsqueda incesante de algo que le faltó en el pasado y que, inexorablemente, ya no será posible conocer.

Pero Arguedas, en realidad, nunca estuvo solo; ni siquiera cuando su padre contrae segundas nupcias con una hacendada pudiente de San Juan de Lucanas, Ayacucho, y es trasladado junto a su hermano Arístides –dos años mayor que él– a vivir con su nueva familia.

El desprecio por parte de su madrastra no se hace esperar ante la ausencia del padre. Es cuando José María es obligado a vivir con los criados indígenas; de los cuales, no obstante, aprendería muchas cosas.

A la edad de diez años, cuando huye junto con su hermano a la casa de un tío paterno, José María encuentra algo de la estabilidad emocional que tanto había necesitado. La convivencia con los campesinos le es entonces satisfactoria. Dos años después, su padre lo lleva de viaje por sus múltiples destinos (mientras su hermano retoma los estudios en Lima), llegando a conocer más de doscientos pueblos, antes de ser internado en el colegio Miguel Grau de Abancay para terminar la primaria.

Los prejuicios arraigados en la costa no le fueron esquivos. Antes de su intensa vida universitaria y profesional en Lima, por ejemplo, durante su época de estudiante en el colegio San Luis Gonzaga de Ica –donde cursara los primeros años de la secundaria– sufrió la marginación de sus compañeros. Pero muy pronto encontraría en el estudio la manera efectiva para solucionar sus problemas, obteniendo las calificaciones más altas en toda la historia del centro educativo.

La vida itinerante de Arguedas, desde pequeño, va a permitir que se nutra de diversas experiencias sobre la realidad del hombre andino (en contraposición con su par costeño); e incluso, destacar la propia discriminación de los mestizos de ciudad hacia los comuneros en el Ande. Sin embargo, lo que más comprometía al autor de “Los ríos profundos” era quizás la exaltación de la cultura, el rescate de lo ancestral y lo mítico, la riqueza de las etnias que el Perú albergaba y que el tiempo no había podido doblegar. Los colores, la música, la magia y la fuerza de la raza dentro de su cosmovisión del mundo indígena. El factor de país de todas las sangres como suerte enriquecedora y motivo de orgullo, no de lastre o desdicha.

Todo ello va a ser determinante en su periodo de madurez, ya sea como educador, etnólogo o literato. Arguedas se convierte, de algún modo, en el enlace para comunicar de forma clara lo más trascendental y arraigado en los pueblos que no tienen voz fuera del referente capitalino o costeño.

Son sus novelas episodios de orfandad manifiesta que atisban el optimismo, pese a todo, como una necesidad incuestionable; la parte emblemática de todo ese valioso capital intelectual que nos ha legado. De allí que surge la necesidad de conocer más al Arguedas antropólogo e investigador social. No sólo al hombre que encontró en la literatura una vía de escape para apaciguar sus ímpetus y frustraciones.

La capacidad descriptiva expuesta en “Yawar Fiesta” (1941), la naturalidad autobiográfica de “Los ríos profundos” (1958) y “El Sexto” (1961), no hacen sino corroborar la meta en ascenso impuesta por el propio autor en su derrotero más íntimo, pretendiendo culminar siempre proyectos más grandes en entregas futuras. Es así como en “Todas las sangres” (1964) su valía narrativa lo lleva por linderos más ambiciosos, donde prima, esta vez, la noción ideológica en su afán por explicar los conflictos sociales y la concreta condición del hombre peruano en un contexto más universal.

Hablar de Arguedas, a la luz del tiempo, es también reflexionar sobre cuánto hemos avanzado como país en temas sensibles como la inclusión social, la lucha contra la discriminación, el fortalecimiento de la identidad, la igualdad de oportunidades, el derecho a la educación y a una vida digna. Sólo así comprenderemos mejor el legado de nuestro más emotivo narrador indigenista.


*Escritor y docente. Miembro del Grupo Literario SIGNOS de Lambayeque.

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